lunes, 23 de julio de 2012

"Usque a domum"


Tal vez suene algo "un poco muy repetitivo" de mi parte. Mis conocidos ya se deben haber hartado de escuchar mis quejas, leer mis escritos nostálgicos, enterarse de mis llantos contenidos y soportar verme decaída en determinados momentos, horas del día, meses o fechas. Sin embargo, necesito transmitirlo, y si no puedo hablar con nadie, no me queda de otra que escribir para que sea leído, y en otros casos, es mejor sólo contárselo a alguno de mis muchos cuadernos, y a sus humildes y acojedoras hojas en blanco.
Y otra vez empezaremos con el mismo cuento... Por más que lo conozcan al derecho y al revés, se los contaré una vez más, porque es un sentimiento aún vivo y presente; el muy desgraciado sigue sin irse de aquí. Pero tarde o temprano tendrá que desvanecerse.
Mi vida no es exactamente la misma desde que partí de mi casa. "Partí"... Me hicieron partir. Creo que agradezco mucho a esas experiencias, y a todos esos momentos que no fueron malos, pero que tampoco fueron buenos en absoluto, ya que me hicieron encontrarme con mi único escape a todo: La escritura. Es mi refugio. La soledad me ha concedido tiempo de sobra para pensar, y más tarde, para aprender a razonar algunas cosas. Aunque claro; mucho pensar y tanto razonar, pone a desfilar por mi mente muchos recuerdos. Pesados, fastidiosos... Sí, ustedes, recuerdos. Considerense completamente culpables del hecho de que me crean una depresiva sin remedio. Me encantaría que la gente que me rodea me conociera tal y cual soy en serio. Si tan sólo entendieran todas las palabras a las que estoy acostumbrada, yo tal vez hablaría más fuerte, claro, fluido, sin dudar, sin titubeos, y sin tener que frenarme a explicar cada una de las palabras empleadas... Creo que si eso pudiese ser así, me provocaría más hablar con las personas y sería más sociable... No me costaría en lo más mínimo hacer amigos, y no estaría tan sola. Parece una estupidez, pero todo se reduce a eso. No importa, de todos modos ya perdí el hábito de la conversación. A alguien como yo, se le hace muy difícil sentirse cómoda entre personas con las que se tarda tanto en tomar confianza. Además, claro, es imposible evitar comparar a todos con mis viejos amigos. Nada es igual a lo que estoy acostumbrada. No es ni parecido. 
Me doy cuenta de que cada vez extraño más y más detalles de los que jamás me había percatado del todo tiempo antes. Allá todo era tan grande, en todos los sentidos... Y aquí ahora todo se siente tan pequeño. Extraño tanto asomarme por la ventana de mi cuarto y ver al vecino de enfrente disfrutando de ver pasar a las personas, mirando detenidamente las hojas de los árboles danzando y los autos pasando a toda velocidad por la Avenida Maipú. En algún tiempo pasado, hace casi cuatro años, esa hermosa actividad era realizada por su esposa, la señora Teresa, antes de haber fallecido de cáncer. Recuerdo perfectamente a doña Teresa. Todos los días, a toda hora, estaba en la puerta de su casa, con esa inagotable sonrisa siempre viva. Pantalón bordó, suéter verde oscuro y siempre algún gorro de lana, para ocultar su calvez (producto del cáncer). No necesitaba alaja alguna, ya que se veía siempre bella, radiante, elegante y simpática con sus mejillitas enrojecidas por el sol y aquella enorme y envidiable sonrisa. Diario iba hacia la ventana de mi habitación a saludar a la señora Teresa, compartiéndonos cariño entre amistosas risas. La ventana... Esa ventana... Mi ventana. Amaba esa vieja ventana. No tenía nada físicamente extravagante, además de su colosal tamaño. Tal vez mi refugio ahora sea la escritura, pero alguna vez lo fue aquella ventana. Solía abrirla completa desde la tarde hasta la noche; levantaba la enorme perciana hasta el tope, allí me sentaba en silencio con una libreta a observar el cielo cuidadosamente, a memorizar cada uno de sus detalles, anotando todo, aprendiéndome la ubicación exacta de la constelación de Las Tres Marías, la de la Osa Mayor, y mi favorita, la Estrella Polar. Aquella era tan sólo una estrella, pero... Era enorme, bella, y se veía como la perla más preciosamente pulida que había levitado en el cielo. Mientras las demás estrellas emitían su común y blanco brillo, Estrella Polar resaltaba entre todos los astros por el aura azul celeste que emitía. Diariamente y durante muchísimos años, esa pequeña y simple actividad me llenaba el alma de paz. Polaris (también así llamada) no era mi única compañía. En el edificio de al lado, habían por lo menos diez pisos. A veces se asomaba la pequeña Delfina y su hermanito de dos años al balcón de su departamento a jugar con avioncitos de papel pintados con lápices de colores. Delfina era una niña de cinco años. O bueno, ya creció. Debe tener casi ocho años ahora. Sus risitas traviesas solían ser la melodía de mis noches. Sus curiosas preguntas sobre la luna y sus cambios de posición me hacían sentir una importante fuente de respuestas para ella. 
Las noches eran maravillosas, claro. Pero las tardes no se quedaban atrás, de ningún modo. Se me hace imposible olvidar aquellas caminatas largas al lado del río, observando barquitos a lo lejos. Una vez terminado el camino al lado del río, se llegaba a una pequeña plaza, no muy linda, no muy nueva, pero irradiante de una fabulosa alegría. Sí lo recuerdo... Recuerdo perfectamente aquellas murgas de la tarde. Aquellas quince personas que se reunían todos los sábados a darle alegría al lugar. La música invadía el ambiente. Revoleando los brazos, bailando de forma libre, mientras el sonido de los bombos, silbatos y tambores resonaba por toda la plaza, y derrepente yo me encontraba bailando al ritmo de los tambores, felizmente entre hippies y rollingas que pasaban la tarde allá, tomando mate con bizcochos dulces. Era precioso sentarse entre tantos desconocidos, tan confiadamente, mientras mirabamos al sol ponerse, sabiendo que nadie iba a lastimar a nadie, y volver a casa sanos, felices y con un recuerdo más en la mente, con el espíritu adolescente satisfecho.
Mis desconocidos amigos... Sí, extraño su compañía tanto como el sonar de bombos y silbatos. La murga era preciosa. Yo tenía sólo doce años recién cumplidos cuando bailaba en la murga entre diecisieteañeros. Más tarde me sentaba en la plaza grande, esperando a que mi mamá pasara por mí. Recuerdo que al irme a buscar al gigantezco parque, mi madre siempre me preguntaba qué había hecho. Siempre le respondía que sólo caminé cerca del río, "como siempre". A ella nunca le agradaron las ideas sobre murga. Me mataría si se enterase de aquellos momentos. Veía a todos los jóvenes de la murga como un montón de "negros catinga" y drogadictos sin remedio. De alguna forma, la compañía de todos ellos me hacía muy feliz.
Inmediatamente, al llegar a casa me bañaba y me sentaba en mi ventana a observar los safiros del cielo.
Algo que nunca olvidaría son también esas mañanas de otoño. Abría lentamente mis ojos y me encontraba tibiamente tapada por mis sábanas blancas con bordados de flores amarillas. Me destapaba y saltaba de la altísima cama litera al piso. Recuerdo cómo se inflaba mi camisón cada vez que hacía eso. Era tan perfecto despertar iluminada con un ligero y finísimo rayo de sol sobre la cara... Era mi beso de mañana. Entonces bajaba las escaleras y solía conseguir la casa fresca, impecable, con las enormes ventanas abiertas de par en par, iluminando así cada rincón. Aquella hermosa rutina finalizaba cada vez que respiraba profundo y aspiraba el dulce aroma de las flores del patio. Todo parecía perfecto, e inmediatamente me vestía y salía a caminar. Pasaba horas bastantes recorriendo las calles, sin prestar atención a señales, carteles y siempre con mi humor de ensueño, perdida en lo bello que me parecía el color del cielo. En mis recorridos siempre iba por detrás de mi casa. Doblar a la derecha, caminar una cuadra, y cruzar a la izquierda... Cómo olvidarlo. Siempre iba hacia ese lugar en busca de Michelle. Era una de mis mejores amigas. Bueno... Michelle era una gatita de la calle, sin dueño, pero por alguna razón, siempre andaba impecablemente limpia. Ella era blanca con manchas negras, y los ojos color miel. Amaba conversar con ella, ya que tal parecía, cada vez que yo le hablaba, esta respondía con un sonoro maullido. Era la única con quien hablaba en mis momentos de ensueño. Últimamente me la paso mucho pensando en michita-Michelle, y suelo derramar un par de lágrimas. Hasta donde sé, luego de mi partida, dos de mis amigas fueron en busca de Michelle, a regalarle alimento, ya que yo no estaba para hacerlo como antes, y nunca la encontraron. La última vez que fui a mi casa, después de más de un año sin estar por allá, iba a aquel lugar en el que yo y Michelle nos encontrábamos siempre. Sin embargo, aún visitando dos veces por día ese lugar, durante veinticinco días, nunca la encontré... Nunca apareció... Cada día que fui a buscarla sin encontrarla, no podía evitar llorar de desesperación, casi sin aire en los pulmones. Sentí que se había perdido la mitad de mi alma. Conocía a Michelle desde mis ocho años. Me sentía tan culpable... Juraba que había muerto por mi culpa, por mi ausencia. Juraba que por culpa mía, Michelle, mi más fiel amiga, había muerto de hambre. Extraño mucho su cabecita dormida sobre mis piernas, su incansable ronroneo... Su forma única de esconderse bajo mis piernas jugando. Amaba verla parada sobre sus patas traseras, tratando de alcanzar alguna de las hebillas con las que yo la incitaba a jugar. Continúo con algo de esperanza de que Michelle está viva, y que algún día voy a volver a encontrarla.
Aunque también tenía la esperanza de reencontrarme con muchas personas, y sé que no las volveré a ver. La distancia me hizo perder a tantos de mis amigos...
Soy una persona que no se arrepiente de nada, ya que considero que las cosas buenas quedan como recuerdo, y las malas sirven para no volver a repetir el error, y no. Tampoco me arrepiento de haber dejado que mis amistades me dejen como me dejaron. Ahora sé que su egoísmo era más fuerte, y no eran capaces de esperarme hasta el último momento. El orgullo es fuerte. Pero no puedo negar que los necesito mucho. Ya no tengo casi nadie para hablar. O bueno, sí... Para chatear. Pero no para hablar. 
Recuerdo que alguna vez fui tan expresiva... Era la que hacía que mis compañeros/as estallen en una carcajada mientras las lágrimas caían por su rostro. A mí alguna vez me encantó sentarme a conversar con gente que no conocía. De hecho, rara vez conseguía algo más entretenido y enriquecedor para hacer. Como ven, amaba las calles. Me encantaba conversar con mis vecinos. Qué distinta de la tipa que está ahora encerrada en su cuarto, sentada en su cama, con ojeras, y escribiendo estas palabras, con un notorio destello de falta de inspiración. 
Muchos supondrán que mudarse de país, a esta edad, especialmente, es una tontería. O bueno, supondrán que es difícil, pero realmente no entienden cómo ni por qué. Y podrán llamarme "emo". Algunos me verán como una "depresiva", pero creo que hay detalles de mi pasado que no han observado tan detalladamente como deberían. 
Esos estúpidos consejos... Todos con la idea de "Sé feliz igual" me hicieron alcanzar el estado mental en que estoy ahora. Aprendí a ser libre entre cuatro paredes, pero no a salir de allí.
Aprender a convivir con un pesar no es lo mismo que superarlo y ser feliz de verdad, sin mentirse a uno mismo. Yo sigo sonriendo, aunque en alguna parte de mi inconsciente sé bien que estoy engañándome. ¿A quién puede gustarle esta vida?
Salir tan sólo veinte minutos por día de una habitación, únicamente para tomar agua y a veces comer. Pasar día y noche pegada de este maldito aparato que es el vicio que me sostiene. Tal como una droga.

Tal vez puedo decir que es algo muy similar al alcohol... Es que no te hace feliz realmente. Sólo lo haces y no sabes por qué.

Recuerdo bien que cuando salía hacia el aeropuerto, y yo me encontraba en el taxi, me estaba quedando dormida. Había pasado los últimos tres días de mi estadía en casa sin dormir, empeñada en aprovechárlos al máximo. Pero tan pronto sentí que me había desvanecido para entrar al séptimo sueño, en mi mente se manifestaron dos preguntas que no fueron generadas por mí.
"¿A dónde vas? ¿Para qué?"
Inmediatamente me desperté con lágrimas en los ojos y mirando a las calles una vez más. Lo primero que me extrañó de aquella situación fue la manera en que las preguntas se manifestaron. No fue por palabras, no fue por "una voz", no las pensé yo. Aparecieron en mi mente por una milésima de segundos y desaparecieron así. Sentí ganas de hablarlo con alguien, pero no sabía expresar exactamente qué fue lo que pasó, por lo tanto nadie podría ayudarme. Lo segundo que me extrañó fue lo precisas que fueron. Tras mucho pensarlas, no conseguí respuesta. No sabía a qué iba a donde iba.
Y así mismo, sigo sin entender qué hago aquí. Tal vez la gente no mentía, y mi propósito aquí es enamorarme, y hasta que eso ocurra, nada se resolverá.
Lastimosamente, para esto ha de faltar bastante tiempo. Mi necedad y yo no lo permitiremos. Consideremos eso como una nueva lucha...

¿Quién ganará esta vez, el orgullo o el corazón?



Sabrina A. Jackson Gallagher
(Aclaración: "Usque a domum" significa en latín "Lejos de casa")

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